Como la mitad de mi generación, crecí viendo los melodramas nipones de niños huérfanos y desgracias gratuitas. No me consideré apasionada ni interesada por el anime (daba igual ver algo americano o europeo), pero jamás me perdía un capítulo de Saint Seiya con mis hermanos. Luego conocí Rayearth y después Sailor Moon. En aquellos tiempos secundarianos, historias de niñas lindas llenas de aventuras, vidas dobles, romance y mucha magia me engancharon y me gané la antipatía de mis hermanos por ver semejante basura. Para entonces, también reestrenaron Candy Candy y por fin entendí las penas de la tonta pecosa aquella que tan mal me caía y admito haber seguido sus lamentaciones y absurdas promesas para lograr su inalcanzable felicidad.
Cuando entré a la preparatoria, todo llegó de golpe. No sólo me infecté de Dragon Ball -con todas sus terminaciones-, sino que me obsesioné con series que ni pasaban en México como Evangelion. ¡Qué tiempos aquellos! Mi etapa más friki la pasé en compañía de buenos amigos, viendo todo lo posible -en el idioma que fuese-, gastando montones de dinero en productos, jugando juegos de video y arcadias en la calle, aprendiendo japonés por mi cuenta, escuchando horas y horas de canciones niponas mientras dibujaba todas las tardes o caminaba a la escuela con mi walkman, escribiendo historias a media clase y leyendo como obsesionada revistas, historietas y manga.
Me decía otaku y soñaba con vivir en Japón, despertar y doblar mi futón, correr con mi portafolio a la escuela -sin desayunar- pero sin olvidar mi bonito obento decorado para compartir con aquel que jamás me haría caso. Claro que mi vida de estudiante era un poco frustrante y no dejaba de soñar con las cosas que me deberían pasar y simplemente no me pasaban porque no vivía en Japón, ni conocía seres mágicos, ni el mundo estaba asediado por el mal.
Y bueno... las cosas cambiaron. La fiebre otaku me bajó de golpe cuando tuve que cuidar más mi tiempo y mi dinero. Desde entonces, las historias que leo y veo tuvieron que ser más valoradas. Ver una serie de más de 10 horas es para pensarse. Y luego, si tiene ovas, películas, especiales de tele... ¿En verdad estaré enganchada a la pantalla de la tele o la compu tantas horas sin estar en algo más? El anime que veo, el manga que leo se ha convertido en tema de análisis. Me encanta desmenuzar sus historias y disfrutarlas muy en su centro. Por ello ya no veo tanto anime, ni leo tanto manga, pero sigo haciéndolo cuando encuentro una historia o trabajo interesante. Me encanta encontrar sorpresas y compartir mis hallazgos. Sigo escuchando mucha música y veo a mis hermanos jugar incontables juegos, aunque ya es difícil que juegue con ellos.
¡Pero me sigue gustando Japón y su cultura! Aunque dudo querer ser la magical girl que salva al mundo todas las noches. No necesito ir a Japón para hacer lo que quiero. La serie en la que participo es tan apasionante que no me pierdo ninguno de sus episodios.
CNAMKO se formó buscando un espacio para enseñar que el anime no es un montón de obscenidades, violencia ni basura oriental. Se formó para enseñar y permitir el acercamiento a ese mundo que a veces es conocido de oídas o sólo por una sola cara. Invito a la gente que no conoce el anime a que le dé oportunidad de conocerlo. Son tan amplias las posibilidades que de seguro, algo les llamará la atención. Primero prueben y después decidan si les gustó o no. Y para todos aquellos que ya lo conocen, aventúrense a algo nuevo. Uno jamás sabe las sorpresas que esconde este inmenso mundo de dibujitos...
Leer artículo completo...
jueves, 19 de junio de 2008
Suscribirse a:
Entradas (Atom)